En concreto, los suyos brillaban más que los lustrosos y dorados metales que, en estos momentos, cantaban al son de la percusión.
Era una batalla campal: las trompas contra los arcos y la percusión por la retaguardia. El tímido arpa y el sereno piano intentaban poner paz entre tanta emoción, pero los zapatos del director se movían raudos instando a preservar en la lucha.
Los platillos fueron un punto de inflexión, una señal de aviso, a la cual, entraron los saxofones en juego. Tiraron los dados los violines y llegó la gravedad del asunto cuando los enormes contrabajos se abrieron camino en la tormenta.
Fueron los clarinetes y las flautas los que, manifestando su sensatez, alzaron la bandera, sacando de las tropas un unísono en el que todos se proclamaron enemigos del silencio. Y fue él, ni más ni menos, quién acabo ganando la batalla a la orden del compositor tras el apoteósico órdago de la orquesta.
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