jueves, 12 de octubre de 2017

Hambre

La muchacha, que se me antojaba pura contradicción, se comía el mundo con la mirada, mientras que, con el resto de su frágil y delgado cuerpo, parecía no querer pasar a formar parte de él.

Sus ojos, ansiosos por sumergirse en las letras del libro que custodiaba, resplandecían con un hambre que no había visto nunca.

Era un hambre de conocimientos, que no puramente teóricos, llenaban la cabeza de la joven. Vi en ella un ansia por saber, por conocer, por vivir la vida... Un hambre que, por no ser suficiente con los miles de datos que se aprenden a esa edad, ella saciaba con aquellos viejos tomos que silenciosos, que le gritaban historias de gente que nunca podría conocer, vidas que nunca podría vivir y narraban aventuras en lugares que ni se atrevían a existir más allá de las páginas que devoraba incansable.


El deseo de la joven ahí estaba, para cualquiera que abriese los ojos y echara un vistazo, para quien lo quisiese ver.
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Con la música, en otra parte, las torpes notas de un piano mostraban al pequeño intérprete de una melodía. Mientras los valientes dedos del niño pulsaban enérgicamente las teclas, su cara no podía dejar de mostrar una sonrisa distraída en medio del esfuerzo y la concentración que quedaban reflejados en su gesto.

La melodía que debiera haber llenado la sala con las notas inocentes, alegres y sencillas que forman las canciones infantiles, fue una oleada de notas erróneas pero llenas de ilusión, un tempo que narraba sueños por conquistar, una melodía que gritaba el anhelo de reconocimiento y que exponía al desnudo, ante los focos del escenario, el hambre espontánea e inocente de un gran soñador de siete años que se comería el mundo con su música si las canciones no acabaran al final del pentagrama.


Un hambre de reconocimiento, éxito y fama con el que pocos niños se atrevían a soñar con esa intensidad. El deseo de ese niño ahí estaba, para quien lo quisiese escuchar... Entre las ondas sonoras, para quien atendiese.
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Que todo cambia en la vida es algo que no se puede negar. La gran parte de las veces no se aprecian estos cambios. En otras ocasiones sí, ni aun queriendo los pasamos por alto. De estos últimos, los peores son aquellos que dejan una huella de añoranza de lo que hubo, de lo que fue...

En los ojos del hombre brillaba aquello que no salía de su cabeza, un resplandor de esa añoranza que más que una huella, había dejado todo un rastro hasta el vacío abismal que inundaba su pecho.

Su mirada acuosa, perdida en el infinito, parecía atrapada en aquel día lluvioso en el que sus lágrimas habían caído al son de la lluvia. Un día en el que ningún diluvio hubiese disuelto sus penas. Un día, desde el cual, el tiempo había perdido su eficacia, quizá desgastado por su uso y parecía no correr.

El agua de aquel día inundaba sus recuerdos, que a pesar de ahogarlo, le provocaban una sed inconclusa.

Un sed que es deseo intrínseco a todo ser humano, sed de sentirse útil, necesario y querido. Una sed, que se manifestaba con un grito mudo.

Sed causada por la soledad más profunda, por la pérdida de aquello cuanto se ama y por la completa ausencia de ilusión. 

Este, nuestro tercer personaje, se miró al espejo y leyendo la mirada de su propio reflejo, supo con certeza que necesitaba alguna ilusión para poder levantarse un día más, tanto como se necesita el agua para vivir. Cualquiera que le conociese, se daría cuenta de que tenía sed. 
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El universo tiende a buscar el equilibrio, así, esta falta de ánimo por parte de uno, era compensada por la rebosante ilusión que animaba la mirada de la mujer de avanzada edad, que caminada por los pasillos abarrotados de estudiantes.

Su bolso serio, su falda gastada y un moño refinado contrastaban con su alegría. Ella amaba su vida, su trabajo y cada oportunidad que se la presentaba para transmitir tanto conocimientos como entusiasmo. 

Cada clase era una aventura, cada hora una oportunidad y cada alumno, era para ella, un universo por comprender. Era una persona que sabía dejarse sorprender por la vida, que compartía aquello que no quería perder, es decir, lo que la hacía feliz. 

Sus gustos eran pasiones y su cara una ventana hacia su alegría. Ella, que se había sentado años atrás en mesas como aquellas para empaparse de mil saberes, ahora era el grifo de conocimientos que abría a sus alumnos nuevas puertas.

Era una persona completa, pues apreciaba lo que tenía como si fuese nada mas y nada menos lo que tenía que tener. Ante su mirada nadie quedaba indiferente y ante sus lecciones nadie salía indemne. 

Esta mujer dejaba una profunda huella e imprimía en sus alumnos hambre de vivir, mientras ella saciaba el suyo propio: su hambre por transmitir y su deseo de contagiar todo lo asombroso que detonaba esa felicidad tan suya. 

Las clases eran su escenario y ella la protagonista de la obra de su vida.

Al final sonó el timbre y acabó la clase. La suya y la de su nieto, al que recogió. Era viernes y le llevó a casa de su padre, tocaba hacerle una visita.
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Finalmente, se oyeron unas llaves, se miró al espejo de nuevo y oteando más allá descubrió a un niño abriendo el piano a escondidas, aquello provocó que se le escapara una sonrisa.

Era viernes y era motivo suficiente para saciar su sed un día más. El final de la semana era un volver a empezar, a contagiarse de la ilusión de su hijo y recargar para seguir adelante.
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Por fin, abrió el piano de su padre, creyendo que nadie le veía. Cosa que no hubiese importado, pues empezó a tocar lo que sería su gran obra en ese pequeño universo, donde el pequeño compositor estrenaba su arte.

Sació su hambre con los aplausos de reconocimiento que recibía por parte de su familia, aquellos que más atención le prestaban.
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Por último, la muchacha abrió el libro de aventuras. Uno que le había recomendado su compañero de clase. Ese al que nadie creía, pues afirmaba ser el mejor compositor del reino. 

Ella si lo hacía, pues sobre cosas más raras había leído. También confió en él para empezar una nueva lectura, con la esperanza de encontrar ese reino que al niño tanto le inspiraba y saciar, así, su curiosidad.

Rozó con sus dedos la portada, quizá, saboreando la entrada a un mundo nuevo, y lo abrió.

Con sorpresa descubrió algo muy desconocido para ella, algo nuevo, pero demasiado real. 

Conoció a una niña que no se diferenciaba de ella mucho más que el lugar de nacimiento. 

Misma edad, mismos sueños, mismas inquietudes, mismo hambre...

...pero ella no tenía nada con que saciarse...nada que comer...

Ella tenía HAMBRE.

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