lunes, 12 de septiembre de 2016

Un secreto peligroso

Relato de Irene Rodriguez (escritora colaboradora)

Aquel era el día en el que se cumplían mis seis años de arresto. Sí, en efecto, estoy en la cárcel. Antes de que me atraparan, yo trabajaba en la mafia. Mi jefe me había encomendado una misión muy importante que no logré cumplir: matar  un a conocido jeque que visitaba el país esos días. Me arrestaron, y ahora estoy cumpliendo mi condena de diez largos años que nunca llega a su fin. Ese día justamente, era día de visitas. Por supuesto, al igual que cada año en esta misma fecha, un hombre aguardaba mi llegada sentado detrás del cristal protector. Cogí lentamente el auricular y me lo pegué a la oreja. Me contaba lo de siempre, que intentara escapar, que tenían una misión urgentísima preparada… No le escuchaba, no, hasta que escuché algo que me llamó la atención, un detalle que nunca había mencionado, un detalle que provocó que me cayera de la silla. Me contó lo que el jefe tenía pensado para mí y su perfecto plan de escape. Seguidamente, pasó a explicarme qué sucedería después y todo lo que podría implicar un pequeño fallo. Una misión peligrosa, demasiado peligrosa para un tipo como yo…
Esa noche sucedió. Mi jefe no es lo que se llamaba un jefe normal y silencioso. Me pareció imposible que consiguieran entrar, sacarme de allí y salir. No me enteré de nada, pero, de repente, me encontré fuera, libre, seis años después. Y, entonces, lo vi. Era un hombre alto y corpulento al que no había visto en la vida. Conque este era el nuevo guardaespaldas del jefe. Nuestras miradas se cruzaron. Me gruñó y se fue a paso lento hacia un brillante coche negro que esperaba aparcado enfrente de la puerta. Me dijo algo que no pude oír debido al ruido de las sirenas que sonaban a nuestro alrededor, que supuse que sería un “¡Sube al coche!”, así que fui detrás de él. Condujo silenciosamente hasta un hotel cerca del centro de la ciudad. Al llegar, me llevó a una de las habitaciones y me ordenó descansar. Me tumbé en la cama y al momento caí rendido.
A la mañana siguiente, la luz del exterior que entraba por la ventana abierta de mi habitación me despertó. Abrí los ojos y me sorprendí al encontrar la cara de mi jefe junto a mí mirándome fijamente. Curvó los labios en su típica sonrisa que trataba sin éxito inspirar confianza. “¿Estás preparado?” me preguntó, tratando de ser cortés. Le miré con los ojos entornados, pero asentí lentamente. Nunca he confiado demasiado en él. Guarda un secreto que nadie conoce y por el que todos le miran con temor. Le pregunté cuál era el siguiente paso y me contó que debíamos ir al centro de la ciudad a hacer los preparativos. Me levanté de la cama, me lavé y me vestí todo lo rápido que pude. Salí al pasillo y vi una pequeña nota en el suelo. Aunque sabía que no era lo más correcto, la abrí y comencé a leerla. En ella se leía la inconfundible caligrafía de mi jefe.

 
¿Qué sería eso del millón de dólares? A nosotros no nos había comentado nada de dinero. Fui pensándolo de camino a la estación. Cuando llegué, me encontré con uno de los nuestros y me acompañó a un sótano. Allí trazamos un perfecto plan. Todo ocurriría esa noche…
       El plan era poner una bomba en la casa del presidente, algo que a la vista parecía simple pero obviamente complicado. Al parecer, el jefe y él tuvieron más de un encuentro complicado en su juventud y quería venganza. Yo acepté el trabajo porque sabía que eso me haría lograr un gran ascenso social dentro de la mafia, algo que todos ansiábamos desde que ingresábamos en ella.
      Era la hora. Pasaba yo por las enormes puertas del palacio, oculto y disfrazado de guardia junto a cinco de nuestros hombres igualmente camuflados. El jefe se las había ingeniado para esconder bombas entre nuestras ropas y como aquel día estaban de preparativos para una gran fiesta nacional, estaban todos tan ocupados como para hacer el cacheo rutinario. Qué insensatos. Yo llevaba una, la que remataría el trabajo ya comenzado por los otros. Aquel era el día, mi día, cuando podría deshacer el error del pasado, por el que creí haber perdido la confianza del jefe. El presidente saldría por la televisión ante toda la nación, momento en el que yo me colaría en su despacho y colocaría la bomba. Ya estaban montando el palco en su gran jardín trasero. El acto empezó. Me deslicé entre la guardia y logré llegar al despacho. Coloqué minuciosamente la bomba y salí todo lo rápido que pude. Segundos después, la primera bomba explotó. Se armó un gran barullo. Más explosiones siguieron a la anterior. Entonces, me arrepentí. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo podía haber llegado a este extremo? Mucha gente inocente moriría y ¿para qué? ¿Para demostrar a esa rata que tenía por jefe, que no se preocupó por mí durante seis años hasta que vio una oportunidad, que yo valía para algo? Yo no significaba nada para él. Entonces, ¿por qué me había sacado justamente a mí de la cárcel, cuando podría haber sacado a cualquier otro? Me puse nervioso y un sudor frío me recorrió la espalda. Una idea empezaba a germinar en mi cabeza, pero al momento la rechacé, preocupado por algo peor. No podría vivir con esto. Muchos podrían estar perdiendo la vida y solo por mi culpa. Ya no era simplemente matar a un presidente, según el jefe, corrupto. Para ello no era necesario poner bombas en su palacio, sino simplemente dispararle. Había algo más que no me habían contado, pero no tenía tiempo para pensar en ello. Entré en el palacio corriendo, pero ya era tarde. Sólo faltaban unos segundos para que explotara la última bomba, MI bomba. Pero tampoco me daba tiempo a salir, aunque hice un intento.
Mientras unos escombros se precipitaban hacia mí, vi a mi jefe plantado en la puerta principal, mirándome con una sonrisa de satisfacción en la cara. Se me cortó la respiración y me quedé plantado sin poder moverme, sin poder apartar mi mirada de la suya. Era yo quien iba a morir. Él sabía que mi conciencia me iba a hacer volver, pero ya sería demasiado tarde. Y, entonces, lo comprendí todo.