Introducción:
El farero no siempre había sido farero. Yo lo sabía.
Lo que no sabía era qué había sido antes.
¿Dónde se podía aprender tanto? Tenía la sensación de
que al anciano nada se le escapaba. Efectivamente, no estaba muy equivocada. El
solitario farero no siempre había sido tan solitario y había aprendido desde la
más sencilla de las tareas hasta el proceso más intrincado.
El hombre se había pasado la vida buscando.
Si algo me intrigaba más que cómo y dónde aprender
tantas cosas, era la forma de vivir y pensar que tenía mi compañero de paseo.
Que el farero habitaba el faro era conocido por todos, pero la niña que fui,
sabía muchas más cosas sobre la vida de Ciro. Una semana tardó en averiguar que
así se llamaba.
Y Ciro también sabía muchas cosas de la vida de Ruth,
pero a él no le costó nada averiguarlas: yo era una parlanchina descontrolada
que solo callaba gracias a mis insaciables ganas de saber.
Ciro tenía mucho que enseñar y Ruth mucho que
aprender. Eso nos unió desde el principio, desde el primer encuentro.
El anciano tenía experiencia encontrando cosas, pero
nunca se había
encontrado con una que llorase.
Ciro sabía que aquel día pertenecía a la lluvia, pero
al salir del faro con su gran chubasquero amarillo no tuvo forma de saber que
en la punta del acantilado Ruth le esperaba sin saberlo. Así, salió a dar un
paseo por la línea de playa que le prestaban las mareas con la luna nueva.
Se había pasado la vida buscando, y esta vez encontró.
Ruth la lluvia y el atardecer:
Llovía.
Llovía. El cielo
lloraba y el mar, como buen amigo, recogía su tristeza y hacía propia, dándole
su apoyo en el horizonte.
El viento, que se reía
de la lluvia entre sus llantos, también se burlaba de la soledad de Ruth.
Alborotaba sus cabellos, que parecían seguir una descontrolada danza, y
revolvía su ligero vestido blanco. El mar luchaba armado con sus olas, e igual
hacía Ciro, intentando caminar, a pesar de lo que se había vuelto una
tempestad.
Sabio como él era,
optó por volver al faro y resguardarse, pues la ventisca empeoraba por momentos
y con el cielo encapotado era el momento de encender el faro.
Todo buen marinero
conoce el peligro de las olas y todos en el pueblo temían el viento.
Ciro nunca había sido
marinero, cosa que a Ruth le costó creer, al ver que conocía todos los nudos
que hacen ellos. Alguien que se ha pasado la vida buscando, aun sin ser del
pueblo, conocía los peligros a los que se expondría en caso de volver sobre sus
pasos. Salió de la playa y se dispuso a regresar por el acantilado, donde las
olas no podrían alcanzarle.
Ruth también buscaba,
y en este caso, tenía una ventaja respecto a nuestro buscador habitual. Ella
sabía lo que había salido a buscar.
Esa tarde Ruth subió
persiguiendo el atardecer: ansiaba ver los mil tonos que crea en el cielo y
esperaba observar el reflejo de todas esas mezclas en el agua. Cuando el cielo
está feliz comparte su alegría con el mar.
Imaginad cuál fue la
tristeza de la niña después de subir y ver que aquel día el cielo estaba triste
y las nubes impedían su cita con el sol. No hubiese ido si supiera que él no la
estaría esperando.
Nadie, ni la lluvia,
ni Ciro, sabían desde cuando Ruth se sentaba en el borde del acantilado miraba
más allá de él, al atardecer, hasta que el último rayo de luz se ocultaba.
Todos los días acudía
a la cita, y el sol seguía bajando a visitarla tan puntual como siempre. La
mostraba irrepetibles composiciones con las nubes que se reflejaban en el
calmado mar y en su sonrisa.
Sentada al pie del
árbol, hasta el momento nunca había estado acompañada, pero tampoco se sintió
sola.
Llovía y las lágrimas
de Ruth caían con la lluvia. A pesar de que el roble la resguardaba un poco en
su cara se confundían las gotas, y ella se sentía profundamente sola por primera
vez.
Ciro no esperaba
encontrar más que un techo: el de su hogar; pero antes de llegar al faro, pasó
junto al viejo roble, y como buen buscador, encontró.
Lluvioso encuentro:
Dicen que la gente más
callada es la que más cosas tiene en mente, y así se cumplía en el farero. Como
hombre de pocas palabras tendió la mano a la niña, y ella, al aceptarla y
levantarse, dejó la soledad al pie del árbol.
Quién conocía de
antemano el encuentro era la lluvia. Nadie mejor que ella conocía el día.
Gracias a la lluvia Ciro descubrió a la niña, ya que acurrucada al pie de su
roble pasaba inadvertida y sus sollozos se cubrían con el susurro del viento.
También imposible,
entre tanta agua, que el hombre supiera que la pequeña lloraba. Pero el viento
amainó y se paró a contemplar cómo empezaban a caminar de la mano niña y
anciano. Cómo este le tendía un pañuelo, la niña se secaba la cara con él y
aunque el gesto fue poco eficiente, pues continuaba lloviendo, la carita de
Ruth quedó seca de tristeza.
Al fin y al cabo, el
día era de la lluvia, Ciro lo sabía y la lluvia sabía lo que Ciro buscaba. Así
fue fácil organizar el encuentro. Cuando no sabes lo que buscas, no sabes lo
que puedes encontrar.
El silencio reinó
entre ambos durante mucho tiempo, al final el hombre habló y la niña escuchó,
la niña preguntó y Ciro respondió… y Ruth volvió y volvió a preguntar. El
farero al fin tenía a quién contar todo lo que sabía. Así, todas las tardes
desde aquella primera, caminaron desde el árbol hasta el faro.
El viento ya no reía,
ahora escuchaba. El hombre, que se había pasado la vida buscando, dejó de
hacerlo, pero siguió encontrando mil cosas que la niña ponía en su vida.
Búsqueda de estrellas:
Él también aportó
grandes cosas a la vida de Ruth: a mi vida.
Me inculcó unas
insaciables ganas de buscar los porqués de las cosas y me dejó claro que el
saber nunca sobra. Fue mi maestro y mentor en cualquier aspecto del que se
pudiese reflexionar.
Pero hubo algo en
relación a todas las preguntas que tenía que nunca supe aprender, o quizá él,
no supo enseñar, hasta que se dieron las circunstancias. De cualquier modo,
necesité cometer una mala elección para entenderlo.
A pesar de reconocer
mi error, sabiendo que estaba equivocada; aun así, necesité las palabras de
Ciro para comprender.
¿Cuántas veces sabemos
que hay algo mal, pero no llegamos a identificarlo?
¿Cuántas veces los
resultados no son los que esperamos? Parece que hablo de un problema de
matemáticas, pero no era con el libro con el que tenía cita en mis tardes de
estudiante.
El sol esperaba mi
llegada, y Ciro también, al pie del roble. No nos perdíamos un solo atardecer.
A mí, me emocionaba la libertad con la que las gaviotas revoloteaban entre los
riscos dominando el viento y me asombraba el baile de la espuma sobre las olas.
No me cansaba de
contemplar el horizonte, como si de tanto mirarlo se fuese a acercar. No cabía
en mi pequeña cabeza aquella inmensidad y me sentía conmovida por lo infinito
que se descubría el cielo una vez el sol se apagaba en las coloreadas aguas.
Fue en uno de esos
momentos hace casi quince años, contemplando las estrellas desde lo alto del
faro, cuando me sorprendió como Ciro, antes de encenderlo, me preguntó:
-¿Por qué las miras
Ruth?- Lo dijo con una mirada tanto pensativa como acusadora que no supe
interpretar.
-¿Las estrellas?- Él
no respondió.- Me hacen sentir pequeña, ellas son infinitas…- Proseguí con
entusiasmo- ¡Mira cuantas hay! ¡y que lejos están!
Intentando abarcar el
cielo con mis brazos, le miré, esperando ver su sonrisa habitual ante mis
inocentes respuesta. En cambio, encontré una cara seria, cansada, y me pareció
ver decepción.
Ya sin ilusión,
terminé mi respuesta:
-Me gustaría brillar
así…o estar tan arriba… o quizá durar tanto tiempo como ellas adornando el
cielo… creo, que las miro porque las envidio.- Apoyé mi codo sobre la
barandilla y dejé caer el peso de mi cabeza sobre mi puño. Mientras, una
nostalgia injustificada se reflejaba en mis ojos, dirigidos hacia esas pequeñas
joyas, que tan insignificante me hacían sentir.
Tras un instante de
silencio, la intensa luz del faro apagó el ligero brillo de las estrellas y una
mirada triste de Ciro me condujo hacia dentro.
Recuerdo esa
conversación, después de tanto tiempo, porque la silenciosa respuesta de Ciro
me condujo equivocadamente a emprender una búsqueda.
El hombre, que se
había pasado la vida buscando, había dejado de hacerlo. Yo sentí el impulso de
tomar el relevo y emprendí mi propia búsqueda.
Mi juventud ansiaba
hallar la inmensidad lejos de mi acantilado, la eternidad lejos del faro, sin
alzar la vista a las estrellas. Libertad sin tener que alzar el vuelo y
sobretodo encontrar donde mi querido sol despertaba y las pinceladas que daría
en el cielo al hacerlo.
Quería todo eso y más.
La carta
Fue mucho tiempo el que estuve caminando sin rumbo.
Tiempo perdido, en el que no encontré más que mi propia
ignorancia. Hubiese sido mucho más si no llegó a recibir lo que me sirvió de
mapa.
Lejos de mi hogar recibí una carta que hizo de guía. Curiosamente,
tras leerla, regresé al faro, quizá lo que buscaba nunca había estado tan
lejos.
Y aquí estoy, subiendo sus escaleras.
Llevo en la mano la carta. Ha sido la luz que me ha señalado el
camino, y no solo el de regreso. Me ha hecho darme cuenta que todo lo que
buscaba. lo tenía. Mi viaje no daba sus frutos porque era inútil irme lejos,
para tropezar con la respuesta no tenía que dar un paso.
Escalón tras escalón releí fugazmente las palabras de un viejo
buscador que, casi literalmente, tropezó un día de lluvia con lo que buscaba.
Palabras que decían así:
“Pobres de los que envidian a las aves por volar libres, pobres de
aquellos que miran el mar y el cielo deseando el horizonte donde se pierde toda
dimensión.
Aquellos que contemplan el segundero o escuchan atentos las
campanadas, pobres, si lo que ansían es la eternidad del tiempo. Pobres todos
ellos, porque desconocen que todo lo que buscan ya lo tienen sin siquiera
merecerlo.
Que la libertad no está en el volar libre, la inmensidad no se
encuentra ni en el mar ni en el cielo, que la eternidad no es el tiempo mismo,
sino que el mismo tiempo la persigue.
Sabed todos, que hay forma de alcanzar el horizonte y no hay que
juntar los dos grandes azules para poder delinearlo. Que para pintar la bóveda
de más colores que un atardecer ni siquiera hace falta un lienzo.
Hay un lugar, que no existe, donde la libertad busca atraparnos,
la eternidad marca el tic-tac de nuestros relojes y ser infinito es algo innato
de todo pensamiento.
Deja las puertas de tu mente abiertas y cuando la brisa te recorra
y refresque encontrarás ese lugar.
Pero pobre de ti si sales en búsqueda, haces el equipaje, calzas
tus botas y atas tu hatillo dispuesta a marchar en una búsqueda inútil, porque
“cierre la puerta al salir” está escrito en cada dintel y echar el pestillo
trae como resultado destruir aquello que codiciamos.
No busques donde sabes que no está, no tengas miedo a encontrarlo.
Vuelve.
Ciro.”
Epílogo
Ciro había encontrado
casi todo lo que se puede hallar en esta vida y quién sabe si en la
siguiente, solo necesitaba a alguien con quien compartirlo.
“Lo que no se comparte
se pierde” lo había oído hacía ya muchos años en uno de sus viajes, y nunca lo
olvidó.
Ciro se había pasado
la vida buscando y me encontró.
Me enseñó dónde
buscar.
Encendí el faro,
guardé la carta y miré, junto a él, más allá del acantilado, al atardecer.
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