Relato de Irene Rodriguez (escritora colaboradora)
Aquel
era el día en el que se cumplían mis seis años de arresto. Sí, en efecto, estoy
en la cárcel. Antes de que me atraparan, yo trabajaba en la mafia. Mi jefe me
había encomendado una misión muy importante que no logré cumplir: matar un a conocido jeque que visitaba el país esos
días. Me arrestaron, y ahora estoy cumpliendo mi condena de diez largos años
que nunca llega a su fin. Ese día justamente, era día de visitas. Por supuesto,
al igual que cada año en esta misma fecha, un hombre aguardaba mi llegada
sentado detrás del cristal protector. Cogí lentamente el auricular y me lo
pegué a la oreja. Me contaba lo de siempre, que intentara escapar, que tenían
una misión urgentísima preparada… No le escuchaba, no, hasta que escuché algo
que me llamó la atención, un detalle que nunca había mencionado, un detalle que
provocó que me cayera de la silla. Me contó lo que el jefe tenía pensado para
mí y su perfecto plan de escape. Seguidamente, pasó a explicarme qué sucedería
después y todo lo que podría implicar un pequeño fallo. Una misión peligrosa,
demasiado peligrosa para un tipo como yo…
Esa noche sucedió.
Mi jefe no es lo que se llamaba un jefe normal y silencioso. Me pareció
imposible que consiguieran entrar, sacarme de allí y salir. No me enteré de
nada, pero, de repente, me encontré fuera, libre, seis años después. Y,
entonces, lo vi. Era un hombre alto y corpulento al que no había visto en la
vida. Conque este era el nuevo guardaespaldas del jefe. Nuestras miradas se
cruzaron. Me gruñó y se fue a paso lento hacia un brillante coche negro que
esperaba aparcado enfrente de la puerta. Me dijo algo que no pude oír debido al
ruido de las sirenas que sonaban a nuestro alrededor, que supuse que sería un
“¡Sube al coche!”, así que fui detrás de él. Condujo silenciosamente hasta un
hotel cerca del centro de la ciudad. Al llegar, me llevó a una de las
habitaciones y me ordenó descansar. Me tumbé en la cama y al momento caí
rendido.
A la mañana
siguiente, la luz del exterior que entraba por la ventana abierta de mi
habitación me despertó. Abrí los ojos y me sorprendí al encontrar la cara de mi
jefe junto a mí mirándome fijamente. Curvó los labios en su típica sonrisa que
trataba sin éxito inspirar confianza. “¿Estás preparado?” me preguntó, tratando
de ser cortés. Le miré con los ojos entornados, pero asentí lentamente. Nunca
he confiado demasiado en él. Guarda un secreto que nadie conoce y por el que
todos le miran con temor. Le pregunté cuál era el siguiente paso y me contó que
debíamos ir al centro de la ciudad a hacer los preparativos. Me levanté de la
cama, me lavé y me vestí todo lo rápido que pude. Salí al pasillo y vi una
pequeña nota en el suelo. Aunque sabía que no era lo más correcto, la abrí y
comencé a leerla. En ella se leía la inconfundible caligrafía de mi jefe.
¿Qué sería eso del
millón de dólares? A nosotros no nos había comentado nada de dinero. Fui
pensándolo de camino a la estación. Cuando llegué, me encontré con uno de los
nuestros y me acompañó a un sótano. Allí trazamos un perfecto plan. Todo
ocurriría esa noche…
El
plan era poner una bomba en la casa del presidente, algo que a la vista parecía
simple pero obviamente complicado. Al parecer, el jefe y él tuvieron más de un
encuentro complicado en su juventud y quería venganza. Yo acepté el trabajo
porque sabía que eso me haría lograr un gran ascenso social dentro de la mafia,
algo que todos ansiábamos desde que ingresábamos en ella.
Era
la hora. Pasaba yo por las enormes puertas del palacio, oculto y disfrazado de
guardia junto a cinco de nuestros hombres igualmente camuflados. El jefe se las
había ingeniado para esconder bombas entre nuestras ropas y como aquel día
estaban de preparativos para una gran fiesta nacional, estaban todos tan
ocupados como para hacer el cacheo rutinario. Qué insensatos. Yo llevaba una,
la que remataría el trabajo ya comenzado por los otros. Aquel era el día, mi
día, cuando podría deshacer el error del pasado, por el que creí haber perdido
la confianza del jefe. El presidente saldría por la televisión ante toda la
nación, momento en el que yo me colaría en su despacho y colocaría la bomba. Ya
estaban montando el palco en su gran jardín trasero. El acto empezó. Me deslicé
entre la guardia y logré llegar al despacho. Coloqué minuciosamente la bomba y
salí todo lo rápido que pude. Segundos después, la primera bomba explotó. Se
armó un gran barullo. Más explosiones siguieron a la anterior. Entonces, me
arrepentí. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo podía haber llegado a este extremo?
Mucha gente inocente moriría y ¿para qué? ¿Para demostrar a esa rata que tenía
por jefe, que no se preocupó por mí durante seis años hasta que vio una
oportunidad, que yo valía para algo? Yo no significaba nada para él. Entonces,
¿por qué me había sacado justamente a mí de la cárcel, cuando podría haber
sacado a cualquier otro? Me puse nervioso y un sudor frío me recorrió la espalda.
Una idea empezaba a germinar en mi cabeza, pero al momento la rechacé,
preocupado por algo peor. No podría vivir con esto. Muchos podrían estar
perdiendo la vida y solo por mi culpa. Ya no era simplemente matar a un
presidente, según el jefe, corrupto. Para ello no era necesario poner bombas en
su palacio, sino simplemente dispararle. Había algo más que no me habían
contado, pero no tenía tiempo para pensar en ello. Entré en el palacio
corriendo, pero ya era tarde. Sólo faltaban unos segundos para que explotara la
última bomba, MI bomba. Pero tampoco me daba tiempo a salir, aunque hice un
intento.
Mientras unos
escombros se precipitaban hacia mí, vi a mi jefe plantado en la puerta
principal, mirándome con una sonrisa de satisfacción en la cara. Se me cortó la
respiración y me quedé plantado sin poder moverme, sin poder apartar mi mirada
de la suya. Era yo quien iba a morir. Él sabía que mi conciencia me iba a hacer
volver, pero ya sería demasiado tarde. Y, entonces, lo comprendí todo.